Un joven de la ciudad y de nuestros días,
que podría ser cualquiera de nosotros,
soñaba una fría noche de invierno que Dios le hablaba. Era pobre, no
había destacado en nada y había fracasado en todo lo que se había propuesto. Había
fracasado en el trabajo por su falta de disciplina y de carácter, en el amor
por no saber abrirse a los demás, en las relaciones con su familia porque no le
comprendían.
Y mientras soñaba, Dios le decía estas cosas:
“Anímate y tira adelante porque tú eres mi obra. Eres fuerte,
capaz, inteligente y estás lleno de talentos. Ilusiónate pues, reconócete,
acéptate y camina hacia adelante, aunque sea a pequeños pasos.
Y piensa que desde este mismo momento puedes cambiar tu vida si te lo
propones y te lo impones y no lo dejas pasar como tantísimas veces. Lo primero que debes hacer
es llenarte de entusiasmo, de ganas, de alegría y abandonar tu tristeza, tu
gran tristeza y todos tus miedos porque Yo estoy contigo y voy contigo.
No temas comenzar una nueva vida, quítate todas las dudas y sigue
siempre adelante porque eres libre. Está en tu poder no encadenarte a cosas ni
a personas y sé que no es fácil, pero Yo te creé con la capacidad para que no te
destruyeras.
No renuncies a lo mejor aunque sea costoso, sigue adelante, la peor
derrota es perder el entusiasmo, la ilusión por la vida. No lo olvides”.
El joven despertó porque la luz del día
daba ya en su ventana y empezó a comprender por qué el cristiano debe estar alegre
aun dentro de las grandes tristezas de la vida. La razón es sencilla aunque no se
vea por qué Dios nos ama.